Un sector de mi biblioteca está dedicado a la muerte
y otro a la historia irlandesa,
unos pocos estantes para la poesía de China y de Japón,
y en el centro, una hilera de imperturbables libros de referencia,
de esos a los que recurrir en cualquier momento,
cuando la noche va mal
o cuando el día está repleto de promesas vacías.
No tengo nada
contra la monografía superficial, de consulta caprichosa,
como alguna nota sobre la identidad del dentista de Chejov,
pero lo que prefiero en días como estos
es levantarme del sillón,
bajar la Historia del Mundo,
y sostener ese libro
que contiene casi todo
y que pesa no más ni menos que una bolsa de papas,
cinco kilos, lo supe un día al apoyarlo
sobre la balanza negra de hierro
que mi madre tenía en la cocina,
ese artefacto sobre el que ella ponía
un poco de harina
un poco de pescado.
Abierto sobre mis rodillas,
bajo el resplandor de la lámpara,
un libro como este tiene la virtud
de calmar los nervios,
aquietando el turbulento oleaje de información
que hace espuma alrededor de mi cintura,
aunque no diga nada
del callado trabajo de los pobres,
de las ensoñaciones de tenderos y sastres,
ni de las caras de hombres y mujeres solitarios en habitaciones individuales-
aunque no diga nada de mi madre,
ahora que otra vez pienso en ella,
que apenas el año pasado rodó por el borde de la tierra
en su cama eléctrica,
con su suave camisón rosado,
con los huesos de los dedos entrelazados,
con los ojos hundidos mirando hacia arriba
más allá de todo conocimiento,
más allá de las minúsculas figuras de la historia,
algunas uniformadas, otras no,
que desfilan entre las páginas de este libro increíblemente pesado.
Tomes
There is a section in my library for death
and another for Irish history,
a few shelves for the poetry of China and Japan,
and in the center a row of imperturbable reference books,
the ones you can turn to anytime,
when the night is going wrong
or when the day is full of empty promise.
I have nothing against
the thin monograph, the odd query,
a note on the identity of Chekhov's dentist,
but what I prefer on days like these
is to get up from the couch,
pull down The History of the World,
and hold in my hands a book
containing nearly everything
and weighing no more than a sack of potatoes,
eleven pounds, I discovered one day when I placed it
on the black, iron scale
my mother used to keep in her kitchen,
the device on which she would place
a certain amount of flour,
a certain amount of fish.
Open flat on my lap
under a halo of lamplight,
a book like this always has a way
of soothing the nerves,
quieting the riotous surf of information
that foams around my waist
even though it never mentions
the silent labors of the poor,
the daydreams of grocers and tailors,
or the faces of men and women alone in single rooms-
even though it never mentions my mother,
now that I think of her again,
who only last year rolled off the edge of the earth
in her electric bed,
in her smooth pink nightgown
the bones of her fingers interlocked,
her sunken eyes staring upward
beyond all knowledge,
beyond the tiny figures of history,
some in uniform, some not,
marching onto the pages of this incredibly heavy book.
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