Versión: Isaías Garde
Si esto fuera una novela
debería empezar con un personaje,
un hombre solo en un tren hacia el sur
o una jovencita en una hamaca junto a una granja.
Y las páginas, al pasar, te dirían
que eso ocurría por la mañana o en lo profundo de la noche,
y yo, el narrador, describiría
para vos las nubes misceláneas sobre la granja
y cómo estaba vestido el hombre del tren,
hasta la bufanda roja
y el sombrero que tiró en el portaequipaje sobre su cabeza,
y también las vacas deslizándose hacia atrás por la ventanilla.
A la larga - leer requiere su tiempo-
te ibas a enterar de que el tren llevaba al hombre
de vuelta a su lugar de nacimiento
o que se dirigía hacia lo vasto desconocido,
y vos soportarías todo eso
esperando con paciencia que empezaran a sonar los tiros
en el barranco donde el hombre se había escondido
o que una mujer alta, de pelo renegrído, apareciera por la puerta.
Pero esto es un poema, no una novela,
y los únicos personajes acá somos vos y yo,
solos, en una habitación imaginaria
que va a desaparecer al cabo de unas pocas líneas,
sin darnos tiempo para apuntarnos con pistolas
ni para tirar nuestra ropa en la chimenea rugiente.
Te pregunto: ¿quién necesita al tipo del tren
y a quién le importa lo que lleva en su valija negra?
Tenemos algo mejor que toda esa turbulencia
yendo a los tumbos hacia algún final desastroso.
Me refiero al sonido que escucharemos
tan pronto como yo deje de escribir y largue la lapicera.
Una vez oí que alguien lo comparaba
con el sonido de los grillos en un campo de trigo
o, con más sutileza, solo el viento
sobre ese campo, removiendo cosas que nunca veremos.
The Great American Poem
If this were a novel,
it would begin with a character,
a man alone on a southbound train
or a young girl on a swing by a farmhouse.
And as the pages turned, you would be told
that it was morning or the dead of night,
and I, the narrator, would describe
for you the miscellaneous clouds over the farmhouse
and what the man was wearing on the train
right down to his red tartan scarf,
and the hat he tossed onto the rack above his head,
as well as the cows sliding past his window.
Eventually —one can only read so fast—
you would learn either that the train was bearing
the man back to the place of his birth
or that he was headed into the vast unknown,
and you might just tolerate all of this
as you waited patiently for shots to ring out
in a ravine where the man was hiding
or for a tall, raven-haired woman to appear in a doorway.
But this is a poem, not a novel,
and the only characters here are you and I,
alone in an imaginary room
which will disappear after a few more lines,
leaving us no time to point guns at one another
or toss all our clothes into a roaring fireplace.
I ask you: who needs the man on the train
and who cares what his black valise contains?
We have something better than all this turbulence
lurching toward some ruinous conclusion.
I mean the sound that we will hear
as soon as I stop writing and put down this pen.
I once heard someone compare it
to the sound of crickets in a field of wheat
or, more faintly, just the wind
over that field stirring things that we will never see.
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