Billy Collins - Nueve caballos

Billy Collins - Nueve caballos

Versión: Isaías Garde


Para mi cumpleaños,

mi mujer me regaló nueve cabezas de caballo,

fotos espectrales en cuadrados de mármol negro,

nueve cuadrados puestos en un cuadrado grande,

algo tan pesado que el artista mismo

se ofreció a colgarlo

de una viga de madera contra una pared blanca.

Pálidas cabezas de caballos de perfil

como si el flash los hubiera sorprendido caminando en la noche.

Cabezas de caballos pálidos

que dominan mi sillón de lectura,

los ojos tan vacíos que deben estar llorando,

las bocas tan abiertas que podrían estar muertas-

el fotógrafo parado ante ellos

sobre el piso de paja, su auto negro estacionado en la puerta del establo.

Nueve caballos blancos,

o un solo caballo al que la cámara multiplicó por nueve.

No importa, hay tanta tristeza concentrada

en esas largas caras blancas,

tan lejos del pasto y del terrón de azúcar-

la cara de San Bartolomé, la cara de Santa Agnes.

Extraño equipo de caballos

que no tiran de nada,

miren desde lo alto estos trámites diarios.

Miren desde lo alto esta mesa y estos vasos,

las servilletas plegadas,

las bodas nocturnas de cuchillo y tenedor.

Miren desde lo alto como un dios de nueve cabezas

y dennos una señal de desagrado

o de amable indulgencia

para que nos regocijemos en el error de nuestros caminos.

Miren desde allí este anillo

de velas parpadeando bajo sus pálidas cabezas.

Que sus ojos sufrientes

y sus muertes anónimas

sean el freno que nos impida separarnos unos de otros,

sean la cincha que nos sujete al vientre de cada día

que se escapa al galope, con sus cascos chispeantes en la noche.



Nine Horses


For my birthday,

my wife gave me nine horse heads,

ghostly photographs on squares of black marble,

nine squares set in one large square,

a thing so heavy that the artist himself

volunteered to hang it

from a wood beam against a white stone wall.

Pale heads of horses in profile

as if a flashcube had caught them walking in the night.

Pale horse heads

that overlook my reading chair,

the eyes so hollow they must be weeping,

the mouths so agape they could be dead—

the photographer standing over them

on a floor of straw, his black car parked by the stable door.

Nine white horses,

or one horse the camera has multiplied by nine.

It hardly matters, such sadness is gathered here

in their long white faces

so far from the pasture and the cube of sugar—

the face of St. Bartholomew, the face of St. Agnes.

Odd team of horses,

pulling nothing,

look down on these daily proceedings.

Look down upon this table and these glasses,

the furled napkins,

the evening wedding of the knife and fork.

Look down like a nine-headed god

and give us a sign of your displeasure

or your gentle forbearance

so that we may rejoice in the error of our ways.

Look down on this ring

of candles flickering under your pale heads.

Let your suffering eyes

and your anonymous deaths

be the bridle that keeps us from straying from each other

be the cinch that fastens us to the belly of each day

as it gallops away, hooves sparking into the night.

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